The Miniaturist

Un matrimonio de conveniencia entre una joven de familia de renombre pero caída en desgracia y un misterioso empresario es el punto de partida de esta miniserie de la BBC. Dos largos episodios durante los cuales se tejen las complejidades de la ciudad de Amsterdam a finales del siglo XVII, el peso de la cerrazón calvinista y las peculiares intrigas de un país de comerciantes.

Esta película para la televisión partida por la mitad adapta el bestseller de Jessie Burton, y se nota. Los tópicos y tics habituales en este tipo de novelas aparecen desde el principio, y terminan configurando una trama sencilla de secretos y rencillas en la que solo la interesante ambientación y el personaje central del miniaturista aportan alguna novedad.

Pero es un espejismo. La Amsterdam que nos muestra The Miniaturist es sin duda el elemento más favorecedor, pero sabe a poco. El personaje del miniaturista comienza dotando a la historia de una atmósfera de misterio y perversidad que se va diluyendo hasta desaparecer por completo en el segundo capítulo, convirtiendo su existencia en una simple anécdota que ni influye en los personajes ni modifica el relato en el ningún aspecto.

La solvencia de la BBC en el drama de época salva un poco los muebles, pero ¡qué poco nos interesan estos personajes! Su historia está llena de giros, sorpresas y cambios de registro, pero resultan plastificados, como generados con una plantilla de intriga estándar.

El único punto positivo al margen de la poco transitada ambientación es el personaje interpretado por la emergente Anya Taylor-Joy. Su esfuerzo por hacerlo interesante es palpable, y casi lo consigue. Romola Garai podría haberle dado respuesta y establecer un interesante duelo interpretativo, pero, como el resto de The Miniaturist, el resultado final se queda pequeño, muy pequeño.

Filmaffinity: 6.3

IMDb: 7.0

El crimen, también, en Roma

Aunque Suburra pueda parecer un título inventado para aprovechar el tirón de Gomorra, tiene una historia mucho más profunda detrás. Suburra fue un barrio de la antigua Roma, conocido por haber sido el lugar de residencia de Julio Cesar pero, sobre todo, por la prostitución y el crimen que adornaba sus calles. Por extensión, Suburra terminó convirtiéndose en la palabra preferida por los romanos para referirse a los bajos fondos. Una película homónima ya exploró en 2015 ese lugar donde el poderoso y el paria se dan la mano, y lo hizo con acierto y un fatalismo que aún se recuerda, lo suficiente al menos para intentar mantenerlo en el tiempo. Suburra, la serie de Netflix, pretende convertir esa atmósfera en un producto de larga duración, y no termina de conseguirlo. Pero de eso hablaré en otro momento.

Antes de Gomorra y de Suburra, ambas películas y series, estuvo Romanzo Criminale. En realidad, hay pocas manos detrás de estas tres aproximaciones al crimen y la mafia italiana. Siempre con la producción de Cattleya en cuanto a la televisión se refiere, ahí están Michele Placido, director de Suburra, la serie y de Romanzo Criminale, la película, donde también actuaba, y Stefano Sollima, director de Suburra, la película, de Gomorra, la serie y, rizando el rizo, de Romanzo Criminale, la serie. Es lógico que exista, por lo tanto, ciertas semejanzas y una clara evolución.

Romanzo Criminale se lleva la peor parte. Fue la primera, lo que hace suponer un golpe de aire de fresco pero también cierta inexperiencia. Entendida como una doble miniserie, Romanzo Criminale no fue capaz de contener los excesos de sus personajes, abocándolos a una temprana destrucción, lo que, en su segunda temporada, la obligó a repetir una misma fórmula. Como ya vimos en Sleeper Cell, aquella era una época en la que muchas series que pretendían establecer una saga quemaban sus cartuchos demasiado pronto, y terminaban condenadas a dar una pirueta para poder volver a contar lo mismo.

Romanzo Criminale tenía a su favor el apoyarse en una historia real, el ascenso de la banda de la Magliana. El relato clásico del típico grupo de jóvenes con nada que perder que alcanzan la cima del mundo criminal romano venía, en esta ocasión, salpimentada con bocados de la historia italiana en la que la banda de la Magliana tuvo cierta y sorprendente importancia. Ahí estaban, en mitad de las tropelías de la Democracia Cristiana, relacionados con el secuestro de Aldo Moro, protagonistas de esa curiosa relación entre el crimen organizado y la política que, en la serie, aparece reflejada de manera contundente. Porque en Romanzo Criminale no solo los mafiosos tenían algo que decir, también las fuerzas del orden, representadas en el memorable y agónico comisario Scialoja, cuya trastabillada existencia nos guiaba a traves de la peor de las realidades: que los bajos fondos, la suburra romana, puede aparecer donde menos te la esperas.

Romanzo Criminale fue corta pero agradable, y sentó las bases de lo que luego Gomorra, la serie, llevaría a su máxima expresión. Lo hizo mostrando personalidad propia y cierto contexto histórico que en ocasiones echamos en falta en otras series.

Filmaffinity: 8.3

IMDb: 8.6

Una mafia pequeña

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Parece lejano aquel primer episodio de Peaky Blinders en el que un caballo cruzaba una solitaria calle de Birmingham y era embrujado por una niña china. Entre la cuarta temporada que comenzó hace unas semanas y aquella icónica secuencia han pasado tan solo 21 capítulos repartidos a lo largo de algo más de tres años, una nimiedad dentro del mundo de las series que sin embargo provoca una sensación paradójica: aquel caballo nos resulta remoto, lejano… toda una montaña de hechos y crímenes han tenido lugar entre aquel caballo y nuestra actualidad, en esos escasos 21 episodios.

Esta sensación, habitual en las series británicas, siempre más parcas e intensas, une a Peaky Blinders con la que, en casi cualquier aspecto, es su gemela al otro lado del Atlático. A lo largo de las cinco temporadas de la magistral Boardwalk Empire también pasaron más cosas de las que cinco entregas parecen ser capaces de dar cabida, varias vidas ante los ojos y en los huesos de sus protagonistas. Con la serie de HBO, Peaky Blinders comparte época y cierto sentido histórico (ambas están basadas, libremente, en personajes reales), capacidad para dar una evolución realista y demoledora a sus héroes, y una temática poco frecuente: la mafia antes de la droga, esa época en la que el crimen organizado aún se dedicaba a labores menos destructivas para la sociedad como el juego o el alcohol.

Tras la primera guerra mundial, una bolsa de veteranos y tullidos intentaban encajar en una sociedad que quería olvidar. Mientras que en Estados Unidos la ley seca y el auge del crimen organizado supuso una salida laboral perfectamente adaptada a sus virtudes soldadescas, en ese Reino Unido que retrata Peaky Blinders son las apuestas y el matonismo asociado donde podían encontrar su lugar aquellos que no estaban para causas revolucionarias o terrorismos irlandeses.

Peaky Blinder ofrece un vistazo a ese mundo desde la más admirable concisión. Apenas un puñado de menciones y alguna escena bastan para dar contexto a este clásico relato de ascenso de una banda criminal. El reparto, encabezado por un Cillian Murphy en estado de gracia y con grandes papeles secundarios como los de Helen McCrory o Sam Neill, ayuda a dar credibilidad a la historia incluso cuando Tom Hardy, histriónico y demencial como casi siempre que se lo permiten, aparece en escena.

Peaky Blinders tal vez sea una serie pequeña, pero su desarrollo preciso y brillante siempre deja con ganas de más, y a las puertas de la cuarta temporada aún conserva intacta su capacidad para sorprendernos. Una vez más, nos resulta complicado anticipar en qué nuevos líos se va a meter la familia Shelby, o qué tipo de traumas conservarán tras los terribles hechos de la última temporada, dejando como única certeza el hecho casi seguro de que alguien volverá a apuntar a Cillian Murphy en la cabeza.

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Filmaffinity: 8.1
IMDb: 8.8

La pequeña reina Victoria

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2016 fue un buen año para las reinas británicas en la televisión. Dos de las más populares e influyentes de todos los tiempos recibieron su serie dedicada. Primero fue Victoria, y apenas había terminado su primera tanda de episodios cuando Netflix estrenó The Crown, su trascendental visión del reinado de Isabel II.

Ya he comentado en otra ocasión los grandes atractivos que emanan de la forja de un héroe o, en este caso, de una reina. La primera temporada de Victoria se benefició de este tipo de relato fundacional. Los primeros pasos de la reina Victoria, las intrigas que suscitó su coronación, su papel de mujer en una sociedad como aquella y su matrimonio con Alberto son temas suficiente para marcarse una buena miniserie y mantener el tipo frente a la sutil contundencia de The Crown, superior en casi todos los sentidos, pero el nacimiento de Victoria como reina ya pasó, y la segunda temporada necesitaba encontrar su propia voz. El tono elegido parece encontrarse a medio camino entre el análisis político de The Crown y el relato costumbrista de Downton Abbey, lo que por momentos la hace fracasar.

Victoria sigue siendo una serie amable, correcta e incluso interesante (un reinado tan largo tiene mucho que ofrecer), pero empieza a dar la impresión de que ha elegido el camino menos sugestivo. Pareciera que los avatares del reinado de Victoria fueran una excusa para el despliegue de problemas domésticos o sentimentales. La actriz que interpreta a la reina resulta demasiado actual, anacrónica, y las tramas que la acompañan alternan el tedio con el cliché. Sin un Lord Melbourne que aporte algún tipo de ambiguedad al relato, todo resulta lineal, tópico. La interpretación de Tom Hughes como Alberto de Sajonia-Coburgo roza el ridículo, y la impresión general que deja es la de una serie que podía contarnos muchas cosas pero aque apenas aporta nada.

Con el especial de Navidad aún pendiente y la segunda temporada de The Crown en el horizonte, Victoria parece estar perdiendo terreno en una carrera en la que, dicho sea de pasó, ya partió con desventaja.

Filmaffinity: 7.1
IMDb: 8.2

Los espías de Washington

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TURN: Washington’s Spies nació con la promesa de ofrecernos una visión realista del nacimiento del espionaje moderno durante la Guerra de Independencia americana, un periodo poco visitado por el cine actual y que ofrece sus propios atractivos para el espectador no estadounidense.

La primera premisa quedó rápidamente superada. Todos los hallazgos e ingenios técnicos relacionados con el espionaje fueron explicados durante la primera temporada (si me apuras, en los títulos de crédito del primer episodio ya había un primer boceto de todos ellos) lo que nos dejó la enésima serie sobre infiltrados que luchan para no ser descubiertos mientras recogen información.

Tampoco tardó en quedarse huérfana de novedades narrativas. Desde muy pronto quedaron claros los personajes que iban a llevar el peso de la trama: un malo malísimo imposible de derrotar, el siempre voluntarioso Jamie Bell en el papel protagonista y todo el ramillete de secundarios, ayudas o impedimentos para nuestro héroe. Incluso su poco interesante historia de amor fue puesta en un segundo sin demasiados problemas.

Este fue TURN durante sus tres primeras temporadas. En la entrega final las cosas cambiaron un punto. Con todas las cartas por fin sobre la mesa (el encaje de bolillos necesario para mantener la identidad secreta de los espías había llegado demasiado lejos), nos encontramos ante une temporada a tumba abierta, sin concesiones, un correcalles en el que todos los personajes querían matarse los unos a los otros y en la que, por fin, pudimos ver cierto músculo bélico, con batallas a la usanza de aquellos tiempos y escaramuzas bastante más intensas de lo visto hasta ese momento.

Tampoco nada del otro mundo. Su escasa ambición ha sido una constante durante sus cuatro temporadas, una cifra que, para los cánones actuales, puede considerarse un éxito a medias (como le ha sucedido a The Strain o Halt and Catch Fire). Con sus limitaciones, bastante evidentes, TURN fue una serie entretenida, fallida y solvente a la vez, reflejo de una época más ingenua en casi todos los sentidos y con un final que, quién lo iba a decir, resultó inspirado y emotivo, casi memorable.

Filmaffinity: 6.6

IMDb: 8.1

La gran nevada

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Snowfall relata la irrupción del crack en la sociedad estadounidense a mediados de la década de los ochenta. Durante los primeros episodios, observamos una narrativa que ya hemos visto en innumerables ocasiones. Varias lineas argumentales más o menos paralelas que poco a poco convergen en el caudal central, una historia clásica del pesaroso ascenso de una banda (o dos) de narcotraficantes.

Todo lo que aparece ante nuestros ojos nos suena. Las novedades son pocas y se mantienen acotadas a una de las subtramas del relato, la protagonizada por un agente de la CIA que utiliza la compraventa de cocaína para financiar grupos paramilitares dentro del marco de la Guerra Fría. La falta de originalidad del resto de los arcos no resulta, en cualquier caso, un problema mayor. Los personajes son atractivos, la narración tiene nervio y, en general, se disfruta la revisitación de este mito moderno de cómo unos niños con aspiraciones mafiosas escalan lentamente la pirámide del crimen organizado. Ciertas molestias la separan de convertirse en un producto redondo, como esas elipsis que se producen entre los episodios, lagunas narrativas que parecen comprimir el tiempo y dejan la rara sensación de que te estás perdiendo algo, y los habituales clichés mil veces vistos, como el insoportable agente de la CIA y su errático comportamiento, pero son problemas menores al lado de sus virtudes.

Snowfall es buena por lo que es, pero tiene en su ADN el germen de algo mucho mejor, mucho más grande. La aparición del crack, tal y como se nos narra en la serie, tiene su explicación en las dificultades de los traficantes negros para encontrar su sitio en un mercado como el de la cocaína en el que el consumidor habitual es blanco y los proveedores latinoamericanos. Desplazados de un negocio millonario, estos aspirantes a padrinos dieron con el crack, un producto que podían vender en sus propios barrios, tan barato como la marihuana y con un nivel de adicción y retorno económico amplísimo. Aquí comenzaron los problemas.

Las series relacionadas con estos temas raramente se ocupan de las consecuencias sociales que produce la compraventa de drogas. Exceptuando The Wire, donde cada parte del conflicto tiene su sitio y protagonismo, el foco de este tipo de relatos suele centrarse en el aspecto criminal, en los asesinatos, en la lucha por el territorio. Snowfall tiene todo eso, pero también la rara oportunidad de desligarse y destacar por encima del resto de series y películas parecidas. Sin abandonar el relato criminal, tiene ante sí un panorama desolador y terrible, el que dejó la epidemia de crack  de la que, hasta ahora, solo conocemos el origen. Puede y debe ocuparse de las consecuencias catastróficas de esta droga en la sociedad afroamericana, de la degradación de los barrios, de las innumerables muertes, del uso que hizo de ella el poder político e incluso la policía. La subtrama sobre la CIA y el tono general del relato nos da a entender que Snowfall no piensa hacer prisioneros, que está preparada para llegar hasta las últimas consecuencias y contarnos esa parte tan oscura de la historia americana. Esperemos que cumpla las expectativas.

Filmaffinity: 7.0

IMDb: 7.6

El final del verano

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Resulta muy difícil escribir sobre Game of Thrones. Ni siquiera los grandes hitos del mundillo de las series como The Sopranos o The Wire han merecido tal cantidad de interés de público y crítica. Parece imposible decir algo que no haya sido ya escrito o teorizado por alguno de sus fans y, sin embargo, tampoco sería recomendable que dejase pasar la oportunidad de sacar un par o tres de apuntes sobre semejante fenómeno televisivo, el más grande de la última década.

Siempre he tenido la sensación de que, sin haber leído los libros en los que está inspirada, la serie Game of Thrones se queda corta, como si fuesen necesarios todos esos conocimientos literarios para apreciar lo que sucede dentro de la pantalla. A la vista está que me equivoco: el espectáculo se sostiene por sí solo. Tras la sexta temporada, una entrega que podíamos llamar de transición, este paquete de capítulos que acaba de terminar nos ha dado lo que tanto tiempo anhelamos: los primeros compases de la guerra final; las reencuentros tantas veces pospuestos de nuestros queridos protagonistas; Daenerys en Westeros; la llegada del invierno…

La historia, por fin, evoluciona, y nada es lo esperábamos. A pesar de las múltiples teorías levantadas, de lo aparentemente encaminada que estaba la trama y de que, como comentaré luego, GoT hace años que dejó de ser ella misma, sus autores se la han vuelto a apañar para sorprender, impactar y dejar sin aliento al espectador, dándole la vuelta a cualquier idea previa y, en suma, entreteniendo como hacía tiempo que no lo lograba un producto audiovisual.

Digo que GoT hace tiempo que dejó de ser ella misma e intento no ser injusto. Los hallazgos de GoT trascenderán el mundo de la televisión y, no me cabe duda, alcanzarán el cine, pero no puedo evitar notar ciertas lagunas en lo que, hasta cierto punto, parecía un producto casi perfecto. Son muchos los aspectos que atraen de esta serie, pero hay uno que destaca por encima del resto. Al margen de su cuidada factura, de sus diálogos shakesperianos y del sexo y la violencia, lo que caracterizaba a GoT, lo que la hacía única y preciada, era su condición de serie peligrosa. A medio camino entre la sorpresa y el sadismo, las primeras temporadas, los primeros libros, contaban con ese plus que pocas series pueden ofrecer, debido principalmente al hecho comprensible de que juega en su contra: matar al protagonista es un tabú narrativo, una solución a la que solo se llega obligado por las circunstancias o, en ocasiones, tras la búsqueda del giro de guión definitivo. En GoT esta rara cualidad había alcanzado su epítome: nadie estaba a salvo, todos podían morir, y era en ese mínimo juego del ratón y el gato donde se sustentaba gran parte de las sensaciones y afinidades que producía esta serie. El espectador invierte un tiempo sentimental con estos personajes, y los sabe en peligro constante, siempre al borde de la desaparición. En un universo como este, cada escena tiene su peso, cada diálogo debe ser escuchado con atención: pude ser el último, puede ser el presagio de una catástrofe inminente.

En el momento en el que los grandes protagonistas empezaron a sobrevivir a muertes seguras, GoT comenzó a perder su esencia. Como en las mejores tragedias de la antigüedad, la muerte, por encima de todo lo demás, es el fenómeno que define el tono y la narración de la saga.

Pero esto es cosa del pasado. Hace tiempo que hemos más o menos asumido que el GoT duro, ese en el que la vida de los protagonistas podía ser segada en cualquier momento, no volverá. Nos hemos acostumbrado a salvaciones in extremis, deus ex machina, resucitados, y esta temporada no ha escatimado esfuerzos en reforzar este camino. Lo que no esperaba era que esos mismos protagonistas perdiesen la lucidez y amplitud de miras acostumbradas. Dejando de lado el gran espectáculo ofrecido y que, por fin, hayamos abandonado los los morosos planteamientos de otras ocasiones para empezar a disfrutar de sus frutos, la séptima temporada será recordada por ser aquella en la que GoT perdió la inteligencia. Un mínimo de sentido crítico es suficiente para observar en casi cada uno de nuestros héroes una degradación similar. Un Tyrion cayendo de manera reiterada en las trampas de Cersei; Daenerys convirtiéndose en una niña mimada cuya máxima aspiración es que todo hijo de vecino se postre de rodillas; Jon Snow lanzándose a una misión suicida junto con otro puñado de idiotas; las pocas luces demostradas en la batalla del lago frente a los muertos; la enervante actitud de Bran; la torpe dinámica entre Arya y Sansa… los momentos poco acertados son innumerables, la fragilidad de algunos argumentos y proyectos más que evidente. Todo el aparataje narrativo necesario para llegar a los giros de guión, a las sorpresas, se nos ha mostrado en esta temporada excesivamente rebuscado, montado casi en exclusiva para dar lugar a esos momentos, deslumbrantes, en los que la batalla y la épica pudiera desarrollarse. Lo que en otras ocasiones parecía férreo y perfectamente acabado, ha aparecido esta vez como cogido con hilos, poblado de errores necesarios para mantener su poco brillante razonamiento. Los buenos giros de guión se caracterizan por resultar sorprendentes e impensables a pesar de estar guiados por una lógica implacable. En esta ocasión, la sorpresa está ahí, pero no la lógica. Lo implacable esta vez es la obcecación de los protagonistas por buscarse problemas gratuitos, por ser, ya está dicho, bastante tontos. El premio gordo se lo lleva Benjen Stark, apareciendo de la nada tras años desaparecido y muriendo otra vez después de salvar, de nuevo, al irrompible Jon Snow.

Por encima de este subtexto, sin embargo, hay tal cantidad de momentos impactantes que uno olvida fácilmente que lo que guía la serie ya no es el duro sentido común del consabido juego de tronos sino los apresurados errores de quien está a punto de acabar un proyecto demasiado ambicioso. Faltan seis capítulos, solo seis, que se antojan pocos pero que, muy posiblemente, sean los que necesitamos. He asumido que el final no será como espero, he aprendido, de hecho, a no esperar nada, a dejarme llevar, una vez que la lectura de los libros es solo un recuerdo cada vez más lejano, por la sorpresa y falta de juicio de este mundo de dragones, muertos vivientes y tronos. El desconsiderado hiato que separa lo que debería haber sido una única temporada final tampoco me molesta. Quizás sea necesario para digerir tanta violencia, tan poco respiro.

El fin del verano ha llegado, el sprint final ha sido ya lanzado. Es posible que el convulso universo westeriano esté tomando atajos, sobrentendidos, decisiones poco meditadas y también que los personajes, capaces de moverse por el continente a una velocidad sobrehumana, parezcan estar tan obsesionados como nosotros porque esto termine. Sabemos que Tyrion, Jon Snow o Daenerys llegarán casi con toda probabilidad a los compases finales de la serie, pero sucede que ese fin cada vez está más cerca. En la séptima temporada, tan memorable como oligofrénica, ha habido momentos más que suficientes para terminar con esta manera de manejar los destinos de nuestros héroes, pero parece que tendremos que seguir esperando un poquito más. Mientras tanto, seguiremos pensado y hablando, junto al resto de fans, sobre ese puñado de imágenes icónicas que nos han regalado las últimas semanas y entre las que se encuentra esa última escena final que nos recuerda que la guerra parece que no será tan fácil de ganar como podría haber parecido en un primer momento, y que, aunque GoT nunca vuelva a ser esa serie inteligente y maquiavélica que tantas veces nos sorprendió, es posible que sí que pueda volver a ser extremadamente peligrosa. 

Filmaffinity: 8.6
IMDb: 9.5

Halt and Catch Fire

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La semana pasada repasamos la breve existencia de The Hour, la respuesta británica a Mad Men y uno de sus epígonos más recordados. Bien es cierto que, al contrario que la serie a la que replicaba, centrada por completo en el ámbito de la publicidad, The Hour siempre necesitó de un relleno estimulante y excepcional como es el mundo del espionaje, incapaz al parecer de sostener el interés por los propios méritos del oficio que representaban sus protagonistas (el periodismo, en este caso). Más purista en este sentido, Halt and Catch Fire, que regresa esta semana con su cuarta y última temporada, se limita a narrar los inicios de la informática de consumo, tomando como punto de partida la aparición de los primeros ordenadores portátiles y sin salirse de un entorno familiar y prosaico, poco dado a las extravagancias (que, en todo caso, aparecerán como rarezas personales de sus personajes). Tomando un punto de vista empresarial, somos testigos de los pormenores de la aparición de estos ingenios informáticos que, con el tiempo, terminarán cambiado el mundo de manera tan profunda, y de los personajes que les dieron vida.

Al margen de los hechos «históricos» representados durante la serie y de la excelente ambientación ochentera, son los personajes y sus desdichas y aciertos lo que sostienen la narración. Personajes inmersos en un mundo cambiante y agresivo, que se movía muy rápido y en el que era tan fácil quedarse atrás como adelantarse demasiado. Uno de sus protagonistas, el dondraperístico Joe MacMillan (interpretado por un inspirado Lee Pace), se sitúa en mitad de esta contradicción, en permanente guerra por hacer comprender conceptos futuristas a hombres anclados en el pasado.

Echando la vista atrás, tengo la impresión de que la primera temporada quiso aglomerar en su escaso elenco demasiados rasgos antiheróicos. Pienso en aquel primer Joe MacMillan, desquiciado, multifacético, excesivamente dotado de atributos chocantes. Con el paso del tiempo, muchos de aquellos rasgos de personalidad límite han pasado a un segundo plano hasta casi desaparecer. El Joe MacMillan que recordaremos cuando la serie ya no esté, podado de toda esa hojarasca, brilla como uno de los personajes más icónicos que ha dado la ficción actual, un resumen certero y lúcido de ese Silicon Valley que hoy domina el mundo corporativo, con sus gurús y su mesianismo 2.0. Joe MacMillan, verdadera alma de Halt and Catch Fire, es un ser fronterizo mitad cantamañas mitad genio visionario, especialmente dotado para adivinar hacia donde se dirige la civilización de su tiempo pero necesitado de los demás, casi impelido a utilizar a sus colaboradores más cercanos, pasándoles por encima, como un devorador de talento que sacrifica cabezas y corazones en pos de una idea.

La serie no se queda ahí. El proceso de poda del singular MacMillan llegó a situarlo en un segundo plano dentro de las tramas, dejando un hueco que tuvieron que ocupar sus contrapartes femeninos, el otro punto de apoyo de cualquier Mad Men que se precie. También ellas sufrieron con el paso del tiempo un cambio considerable (estas evoluciones tan radicales no son casuales. Halt and Catch Fire siempre ha dado la impresión de estar en permanente re-escritura, con cierta tendencia a los bandazos y a la falta de cohesión). Mientras que el personaje interpretado por Mackenzie Davis vive un proceso similar al de Joe, acotando sus cualidades más altisonantes hasta convertirla en una persona casi normal, es en la aparentemente convencional Donna Clark, interpretado por Kerry Bishé, donde observamos la mutación más decisiva. Con cada temporada y capítulo la hemos visto ganar en complejidad, en protagonismo, hasta culminar en esas últimas escenas de la tercera entrega que presagian tormenta.

Alrededor de estos tres personajes primordiales se han rodeado un brillante grupo de secundarios, algunos con vocación de protagonista, que siempre han contribuido a la credibilidad y verosimilitud de las tramas, y un puñado de momentos de gran alcance dramático. Como ya he apuntad, si algo se le podría achacar a Halt and Catch Fire ha sido los cambios radicales que han sufrido los guiones al final de cada temporada, rompiendo a veces la linea narrativa, facilitando la inclusión de nuevos arcos argumentales y personajes a costa de cierto trampeo. Con todo, Halt and Catch Fire perdurará en la memoria de todos los que la vimos como una serie nacida como remedo de un clásico como Mad Men que supo evolucionar y tomar los puntos fuertes de la época que desarrollaba y de los personajes que la habitaban.

Filmaffinity: 7.4
IMDb: 8.3

The Hour

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Hubo un tiempo en el que todos los canales de televisión querían tener su propio Mad Men. La serie de AMC había fijado un nuevo modelo a imitar alejado de la obsesión por el cliffhanger que había instaurado Lost o la manida temática criminal. Mad Men era una serie de época, pero de una época cercana, todavía poco manida, y estaba protagonizada por gente normal (si normal significa que no se pasan el día investigando asesinatos rituales). De Mad Men se llegó a decir que en sus capítulos nunca pasaba nada, una crítica injusta pero acertada para según que público.

Todas sus imitadoras tenían claro los ítems que debían replicar: por encima de todo, un protagonista masculino ambiguo y carismático, rodeado de una serie de contrapartes femeninos que no se redujeran al clásico papel de cuidadora/amante; la descripción de un tiempo y una profesión, con sus miserias y sus logros; el gusto por el aspecto más estético y glamuroso de las épocas de las que se ocupan. De la media docena de series que siguieron más o menos esta estructura, dos de ellas lograron encontrar su propio tono y colocarse por encima del resto. Por un lado AMC y su intento por hacer perdurar el modelo que ellos mismos habían creado, Halt and Catch Fire, que regresa la próxima semana con su cuarta y última temporada, y por otro The Hour, una producción inglesa que narraba las desventuras de un noticiario adelantado a su época durante los londinenses años 50 (tan distintos a los americanos) y en la que Dominic West ejercía de Don Draper.

The Hour se sustentaba sobre la rivalidad entre dos personalidades contrapuestas. Por un lado Hector Madden (Dominic West), el apuesto y algo frívolo presentador del programa que da nombre a la serie, y del otro Freddie Lyon (Ben Whishaw), un periodista de raza que desprecia a su antagonista pero le reconoce en secreto sus esquivos talentos. Alrededor, o por encima, unos personajes femeninos que solo son importantes sobre el papel y que terminan convirtiéndose en meras comparsas del dúo protagonista.

En cualquier caso, no son los personajes lo que más llama la atención en The Hour, sino las fricciones entre un gobierno en plena Guerra Fría que controla con mano dura la BBC y un grupo de periodistas con mayores aspiraciones de libertad en una época en la que la sociedad, definida por sus esfuerzos y sacrificios durante la Segunda Guerra Mundial, comenzaba a reclamar otro tipo de libertades y contenidos que chocaban con el terror a todo lo que oliese a comunismo.

The Hour es un intento de la BBC por entenderse a sí misma y explicar sus orígenes, que quedan cifrados en la tensión natural que se produce en un sistema cuando un poder, el cuarto poder, hasta ese momento supeditado a otras fuerzas, comienza a reclamar su independencia. Tensión es la palabra que define The Hour, constante y sin fin, personificada en sus ambiciosos personajes, decididos a terminar de una vez por todas con el conformismo que hasta ese momento campaba en el periodismo inglés, y en continua lucha contra el gobierno por esa pregunta que no pueden hacer o ese político al que no pueden investigar. Y filtrado a lo largo de sus 12 únicos capítulos, una historia ligera de espías, grandes secundarios, un par de amoríos de corte clásico y el habitual estilo y solvencia de la televisión británica.

Filmaffinity: 7.6
IMDb: 8.0

 

And Then There Were None

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Hace unos meses, con motivo del cincuenta aniversario de la muerte de Agatha Christie, la BBC dio una segunda oportunidad a And Then There Were None, una miniserie estrenada originalmente en 2015. Como no podía ser de otra manera, el incorrectísimo título original de la novela (Ten Little Niggers, Diez Negritos en España) deja paso al nombre que su autora dio a la obra de teatro derivada. Con un título o con otro, queda claro el mimo y la atención al detalle puestos en esta nueva adaptación del relato clásico. ATTWN es una miniserie precisa, madura y con una puesta en escena superior a la habitual en este tipo de producciones.

Aunque hay cosas que no pueden actualizarse. El férreo planteamiento original, la idea de un puñado de personajes encerrados en una trampa de la que no pueden escapar, ya no resulta tan arrebatadora. Lo hemos visto demasiadas veces, y ha sido parodiada hasta la saciedad. El guión hace un notable esfuerzo por mantener la tensión en una trama tan rematadamente predecible, y por momentos lo consigue. Pero tres horas son demasiadas para una historia tan sencilla, y nunca deja de sorprendernos, por mucha flema británica que se saquen de la manga, el sosiego con el que este grupo de dudosos invitados asumen su exterminio.

No todo es malo, al contrario. Los aficionados a la autora disfrutarán como cosacos. La complejidad de los personajes, la elegante narrativa, el soberbio elenco actoral… no han escatimado nada a la hora de ofrecer un producto de acabado superior. Convertido más en un drama psicológico que en el juego detectivesco acostumbrado, ATTWN pone el foco en la culpa y la invisibilidad de la locura, que siempre acecha. Con todas las inconveniencias heredadas de la ingenua época en la que fue escrita, ATTWN atrapa y sorprende con su certera fase final, y hace olvidar, casi siempre, que esta historia ya la conocemos.

Filmaffinity: 7.2
IMDb: 8.0